6/3/11

Se están robando el país


Hoy es casi imposible ganar un contrato con el Estado en forma honesta. Los carruseles de contratistas se tomaron a Colombia.

La corrupción ha existido siempre. Pero nunca antes el país había estado tan aterrado como hoy por el calibre de los escándalos y el tamaño de la 'mordida' de los recursos públicos. La situación es tan dramática que aquella frase del entonces presidente Julio César Turbay, tan criticada en su momento, de que había que llevar la corrupción a sus justas proporciones, comienza a parecer una de las más lúcidas de la historia.

Los columnistas están perplejos. Daniel Samper Pizano, quien desde hace 35 años les ha seguido el rastro a los escándalos del país, escribió: "Sospecho cada vez con más firmeza que la corrupción se chupó a este país, sobre todo ante los escándalos de los últimos días". Y Alfonso Gómez Méndez, quien como fiscal, procurador general y cabeza de uno de los principales bufetes de abogados ha sido testigo de excepción, nota el cambio: "Hoy se presentan, en forma alarmante, dos 'modalidades' de impunidad (…) los implicados no solo se pasean orondos e impúdicos, sino que hasta osan erigirse como 'líderes de opinión' y censores morales".

Lo que está ocurriendo es muy preocupante. La más reciente encuesta de Gallup muestra cómo 63 de cada 100 colombianos creen que en materia de corrupción las cosas van por mal camino. Esta percepción negativa se disparó en los últimos meses, porque comenzaron a destaparse las ollas podridas del gobierno anterior y del cartel de la contratación en Bogotá. A eso se suma un estudio publicado hace poco por el prestigioso semanario The Economist que no deja muy bien parada a Colombia. De ocho países estudiados, este quedó como el segundo en materia de fraude y una gran mayoría de los ejecutivos encuestados en Colombia -el 88 por ciento en comparación con el promedio de 73 por ciento- dijeron que la exposición de su empresa a fraude se está incrementando.

¿Qué está pasando ahora? ¿Qué lo hace distinto a lo que ocurría antes? Tal vez la gran diferencia es que mientras antes en Colombia se hablaba de personas o funcionarios corruptos, hoy la corrupción dejó de ser un asunto de individuos y parece estar convirtiéndose en una institución endémica y de cubrimiento nacional. En Colombia descubrieron la fórmula para saquear de manera sistemática al Estado, y lo más preocupante es que este no parece haber encontrado la fórmula para contener el desangre.

La circunstancia de que el escándalo de la contratación haya tocado a la familia del alcalde de Bogotá ha hecho que la corrupción tome visos de espectacularidad mediática. Pero en el fondo, lo que ha permitido también es sacar a flote unas prácticas que ya se habían tomado todo el país.

Si el caso de Bogotá se pudiera poner bajo un microscopio, sería el espécimen más interesante para entender cómo se ha incrustado en el Estado esta nueva ola de carteles. De un lado están contratistas, como los primos Nule, que se han convertido en el paradigma del descalabro. El país descubrió estupefacto cómo estos tres jóvenes llegaron a acumular más de 160 contratos en todo el territorio nacional, por más de dos billones de pesos, en un aparente emporio que era, en realidad, apenas una frágil pirámide. Pero hay de muchos otros estilos, como Julio Gómez y Emilio Tapia, que pasaron en un abrir y cerrar de ojos de andar rebuscándose la vida en los barrios de Bogotá o en pueblos como Sahagún a ser parte del exclusivo club de los que viajan en jet privado.

De otro lado están las autoridades, que en teoría son las llamadas a ejercer el control, pero en la práctica, como lo demostró el procurador al destituir al contralor distrital, Miguel Ángel Moralesrussi, no ejercen el control para preservar los dineros públicos, sino para presionar a los contratistas a que les paguen la 'mordida'. En cuanto al personero, Francisco Rojas Birry, está envuelto en un escándalo desde el día uno de su administración y ahí sigue.

Y ahora el turno en la Procuraduría es para Iván Moreno, el hermano del alcalde. Todos los días se destapa una nueva ficha y se va armando un perverso rompecabezas.

Por eso no es extraño que en Bogotá se dé una paradoja que deja cierto sabor de prácticas mafiosas. Los únicos funcionarios con credenciales como técnicos de talla internacional en el gabinete eran los hasta hace unos meses secretarios de Hacienda, Juan Ricardo Ortega, y de Planeación, María Camila Uribe, y curiosamente eran ellos los únicos a los que el Concejo acosaba con debates de control político y a los que la Personería y la Contraloría amenazaban con investigaciones.

Y si en lo local llueve, en lo nacional no escampa. Nunca antes un gobierno había encontrado tantos escándalos acallados y a punto de estallar. No se habían completado cien días del gobierno de Juan Manuel Santos y ya se habían destapado nueve ollas podridas dejadas por el gobierno de Álvaro Uribe en el Banco Agrario, en la Dian, en el Incoder, en Estupefacientes, en la Superintendencia de Notariado y Registro, entre otros. Las alarmas se dispararon otra vez la semana pasada. El presidente Santos advirtió que se entregaron 150.000 hectáreas de tierras en forma irregular y fue gráfico a la hora de retratar el grado de corrupción: "Ponemos el dedo en cualquiera de las oficinas de registro y sale pus".

El Congreso de la República, por su parte, aún no se sacude del marasmo en el que quedó por cuenta de que uno de cada tres de sus senadores fue salpicado por el escándalo de la parapolítica. Y la justicia también ha sido protagonista de los casos de desfalco más aberrantes del país. El más reciente es el de los magistrados de la Sala Disciplinaria del Consejo de la Judicatura -denunciado por esta revista hace dos semanas- que dan 'palomitas' de unos cuantos meses para elevar las mesadas de pensiones a sumas multimillonarias.

Pero el de los magistrados no es el único carrusel de pensiones. Primero fue el caso de Foncolpuertos, que comenzó en 1991 y le ha costado al erario 2,3 billones de pesos. Después el de Cajanal, que empezó con una tutela en 2002 y le costó al país 600.000 millones de pesos. Y finalmente el de las pensiones de Telecom, que comenzó con una tutela en 2008 y por el cual el Estado podría llegar a perder 650.000 millones de pesos. Esa plata, con la que se habrían podido construir tres troncales de TransMilenio en Bogotá, va a parar al bolsillo de un puñado de exempleados de las empresas, abogados y funcionarios judiciales sin escrúpulos.

Ese sistema muy bien aceitado de corrupción, que recorre las venas de todo el país, hace que las cifras sean cada día más pavorosas. Hay 37.000 funcionarios investigados por la Procuraduría y el 70 por ciento de ellos es por corrupción. El procurador Alejandro Ordóñez ha dicho que 32 gobernadores están siendo investigados y ya hay varios destituidos y suspendidos. El auditor Iván Darío Gómez Lee anota que la Contraloría indaga la pérdida de recursos de cerca de 42 billones de pesos en procesos de responsabilidad fiscal, y las cifras de recuperación de estos recursos no alcanzan el 1 por ciento del monto de los hallazgos fiscales.

¿Cómo se llegó a este punto? ¿Cómo pudieron los contratistas hacer esta captura del Estado?

Hay quienes consideran que todo empezó gracias a dos cambios en la arquitectura del Estado: la elección popular de alcaldes y la reforma a las regalías. Por un lado, se abrió la puerta para crear cientos de feudos autónomos, en los cuales el alcalde funge como rey, sin tener que responder a gobernador y presidente como antes; y por el otro lado, se les llenaron las arcas con recursos de regalías, salud y educación, por los cuales tampoco, en la práctica, dan cuentas a nadie.

Pero la elección popular de alcaldes no es el problema. El detonante de la corrupción a gran escala está en la manera como operan las campañas políticas. SEMANA encontró que en esa conclusión coinciden, curiosamente, dos extremos opuestos: un contratista especializado en el sistema del 'serrucho' y de las 'mordidas', que habló con esta revista (vea testimonio en la página 28), y uno de los más afamados teóricos de la democracia en el mundo, el italiano Giovanni Sartori.

Mientras el contratista dice: "Todo empieza en la campaña electoral. Los contratistas financian a los candidatos y hay contratistas que terminan sometiendo al elegido", Sartori, hablando sobre la corrupción en América Latina, advertía que, "en algunos países, el costo de la política se ha vuelto demencial", y proponía como remedio "abaratar la política".

En Colombia, además, hay agravantes: el narcotráfico, que a punta de terror hizo creer a muchos que era mejor someterse a un esquema de ilegalidad y corrupción; grupos armados, como la guerrilla y los paramilitares, que se inventaron todo tipo de argucias para desfalcar al Estado y dejaron sembrada esa funesta práctica en cientos de municipios del país, y bastante culpa le cae a la reelección, que hipotecó inmensos recursos públicos y clientelas.

De la era de Uribe, a manera de ejemplo, quedaron dos herencias terribles en esta materia. En primer lugar, una reforma que se hizo en 2007 a la Ley 80 de contratación, que les da gabelas insólitas a los contratistas -permite, en ciertos casos, contratación directa y a las concesiones se les puede dar una prórroga de hasta el 60 por ciento del tiempo-. Gracias a esa reforma, por ejemplo, en los últimos años se firmaron concesiones con privados para construir carreteras por seis billones de pesos y luego se hicieron escandalosas adiciones por 6,5 billones de pesos sobre los mismos contratos. El gobierno terminó entregando a dedo una cifra astronómica.

En segundo lugar, en ese gobierno se pusieron de moda las vigencias futuras, que dejan un mal sabor de exceso de entrega de contratos: Uribe dejó 26,4 billones de pesos amarrados a pagos futuros, y en los departamentos y municipios hay vigencias futuras por 14,5 billones de pesos.

En un foro sobre transparencia en la contratación en una de las ciudades del Caribe, un señor, ya entrado en años, pidió la palabra y dijo: "Doctor, es que la corrupción es un mal que nace, se reproduce, pero no muere… se transforma". Y el auditor contestó: "Y se sofistica". Aquí la discusión no es si hay corrupción o no. Es más bien si el país está dispuesto a seguir tolerando ese tsunami de podredumbre. O dicho de otra forma, si el anhelo que tenía el ex presidente Turbay se convierte hoy en un sueño nacional.

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